Una presentación deliciosa

Porque nunca se sabe cuán perturbadora puede llegar a ser una presentación.

A Javier e Iñaki, dos zombis de paisano.

Ayer me llamaron por teléfono. Era temprano.

—¿Puedes impartir un taller en el congreso de ensaladas ecológicas inspiradas en la deconstrucción del tomate y la cebolla?

No lo pensé. Estaba un poco dormido.

—¿Cuándo es? —se me ocurrió preguntar.

—Mañana —me contestaron.

—De acuerdo. Pensaré en algo.

Y colgaron.

—¿Quién era? —preguntó mi mujer.

—No lo sé.

Fue entonces cuando mi mujer frunció el ceño.

—¿Por qué no preguntaste?

—No me dio tiempo. Colgaron antes.

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«mi mujer bien sabe que una conversación telefónica con un desconocido es una mala señal.»

Los problemas suelen tener sus precedentes al igual que una tormenta se anuncia con los truenos. Y mi mujer bien sabe que una conversación telefónica con un desconocido es una mala señal.

—¿Qué te ha dicho?

Le expliqué el tema de la charla, la temática del congreso. Mi mujer me observó atenta antes de interrumpirme.

—¿Y tú qué sabes de ensaladas ecológicas? —y añadió con ese tono característico de quien está a punto de sentenciar «el que avisa no es traidor». —Ya sabes qué ocurre cuando improvisas

Ya lo sé. Las cosas suelen írseme de las manos. Por eso nunca salgo de casa sin un plan cuidadosamente trazado y evito salirme de la lista de la compra en el supermercado. Sin embargo, como defecto de fábrica traje la incapacidad de decir «no» a cualquier propuesta mínimamente sugerente.

—Me equivoqué cuando te compré —solía bromear mi esposa. —Y ahora ya estás fuera de garantía.

De modo que, para curarme en salud, tracé un protocolo de actuación para congresos de ensaladas, detallado al milímetro. No fue fácil. El primer paso consistió en averiguar dónde se celebraba el evento. Curiosamente, los organizadores habían alquilado el ático de mi edificio. Se conoce que, al asomarse a la terraza y ver mi pequeño huerto, pensaron en invitarme como ponente.

El segundo paso fue más laborioso. Dediqué toda la tarde a investigar la metafísica del tomate y la estética de la cebolla. Cuando alcancé la etapa vanguardista de la lechuga me vi con fuerzas para preparar mi charla.

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«Palabras, palabras y más palabras. De izquierda a derecha, de arriba abajo, por delante y por detrás.»

Como no podía ser de otra manera, abrí un Powerpoint. Es lo que hace la gente de bien cuando da una charla. Y yo no soy un tunante. Así que abrí un Powerpoint y volqué todo mi saber —recién aprendido— y mi experiencia doméstica en decenas y centenas y millares de diapositivas sin playa ni horizonte. Todo mi saber fluyó como un alud y se desbordó en palabras locuaces que lo inundaron todo. Palabras, palabras y más palabras. De izquierda a derecha, de arriba abajo, por delante y por detrás. Preparé un Powerpoint a dos caras aprovechando al máximo las diapositivas. Me vacié. Cuando escribí el punto final, caí rendido sobre la pantalla. Pero ya era temprano y el despertador me abrió los párpados cinco minutos después.

Abrí la puerta de casa y subí al ático. Usé el ascensor para no gastar las pocas energías que me quedaban. Llegué justo para mi charla. Al parecer, lo que parecieron cinco minutos de sueño en realidad fueron horas de incómoda modorra hasta que el despertador logró desperezarme. Para entonces mi gato ya había optado por refugiarse en la nevera, harto del agudo chirrido. Me saludó tiritando mientras me servía un rápido vaso de leche, antes de salir corriendo de casa.

—¿Lo llevas preparado? —llegué a oír a mi mujer gritar, antes de cerrar la puerta.

—Eso creo.

—¿Qué dices? —gritó más fuerte.

Entonces comprendí que no me oiría, por mucho que gritara. Había optado por usar sus tapones mágicos para los oídos. Los compró para evitar mis ronqueras. «Ya sabes que me enamoró tu voz dulce y atiplada», solía decirme. «No vaya a ser que me decepcione alguna de tus ronqueras». Es mejor prevenir que curar, solía sentenciar yo. El estridente repiqueteo del despertador debió de taladrar, igualmente, sus sensibles oídos.

Cuando llegué al piso de arriba, tuve el tiempo justo para decir hola y encender mi presentación. Lucía magnífica y gloriosa. Con tonos salmón y detalles rococó. Y, sobre todo, texto. Montones de texto. Sustancia en estado puro. Olía a carne y pescado a la brasa. Enseguida noté las miradas nerviosas del organizador del evento —curiosamente, el presidente de la comunidad de vecinos— y las miradas expectantes, ansiosas, líquidas y lascivas del medio centenar de participantes. ¿Cómo podían caber en aquel ático más pequeño que mi piso diminuto? La respuesta era obvia: no cabían. Y hacía horas que el agua y los alimentos de cierta enjundia —excepto las ensaladas ecológicas y los tomates y las cebollas deconstruidos— se habían agotado.

—¿De qué viene a hablar usted? —me espetó un octogenario sentado en primera fila.

—De la siembra tardía de pepinos decimonónicos y el concubinato entre tomates verdes y guindillas picantes —le respondí amablemente.

—Interesante… ¿pero traerá comida, no?

Lo miré sin saber qué decir. Yo traía mi presentación, no pepinos, ni tomates ni guindillas. El octogenario simplemente carraspeó dando a entender que el posible interés que iba a depositar en mi charla se había desvanecido por completo.

Las luces se atenuaron y comencé mi charla. Cuidé la elegancia, las pausas, el estilo, la corrección. Desgrané cada diapositiva hasta el extremo. De arriba abajo. De abajo arriba. Por delante y por detrás. Lo conté todo. Tenía poco tiempo, apenas diez minutos. Pero lo conté todo. Las decenas, centenas, millares de diapositivas. Todo. Pura retórica, con olor a chuleta a la brasa y tortilla de bacalao. Quizás ese fue el problema. Enseguida lo noté. La audiencia estaba hambrienta y una presentación tan jugosa, tan poco ecológica, tan poco vegetariana, tan poco deconstruida… No había tenido en cuenta la lascivia de esos estómagos hambrientos, esas bocas que babeaban degustando el sabor de mis palabras braseadas, oliendo el dulce aroma del néctar que las acompañaba.

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«El octogenario de la primera fila. Se acercó a mí.»

No lo pude evitar. Primero fue uno. Se levantó. El octogenario de la primera fila. Se acercó a mí. Al principio pensaba que tenía alguna pregunta para mí, pero no fue así. Pasó de largo, a mi lado, directo a la presentación. Extendió los brazos hacia la pantalla y… agarró con firmeza un par de diapositivas. Las técnicas amatorias del tomate y el onanismo de las guindillas. El viejo tenía buen gusto. Yo no entendía muy bien qué iba a hacer con ellas. En un primer momento, pensé que las querría coleccionar. Tanto texto, tanta palabra… Pero me equivocaba. Tenía hambre y las devoró antes de que me diera tiempo a regañarle.

Al ver la cara de felicidad del viejo, fui incapaz de quejarme. Tenía hambre. Era obvio. Así que continué con mi charla. Por poco tiempo. Apenas un minuto. Apenas veinte diapositivas, letra 11, Comic Sans, interlineado simple, párrafos sin sangrar, oraciones subordinadas, frases infinitas.

Antes de darme cuenta, otro asistente, esta vez una mujer, joven, con aire intelectual y ojos grandes, se acercó a mí. Sabía que no venía a preguntarme nada así que traté de impedirle acercarse a la presentación, pero el público, nervioso, comenzó a abuchearme. De modo que la dejé pasar. Y allí fue, directa, extendió los brazos y capturó una docena de diapositivas. Precisamente las que hacían referencia a los embarazos ilegítimos de pepinos decimonónicos con tomates barriobajeros. Las diapositivas eran muy jugosas, aunque algo indigestas. Tema serio era aquel de los embarazos ilegítimos.

Para entonces, la charla se desmadró. En un momento me vi hablando para una audiencia que hacía cola frente a mi presentación sin importarle mucho lo que decía. Solo pendiente de las sabrosas diapositivas que obnubilaban sus sentidos. Traté de poner orden.

—Calma, hay para todos. Es una presentación sesuda y llena de texto. Hay un millar de diapositivas.

Pero mis intentos tuvieron el efecto contrario. Se conoce que los voraces asistentes calcularon mentalmente a cuántas diapositivas tocaba por cabeza y no les gustó el resultado. Tenían hambre y los estómagos vacíos encienden los más viles sentimientos.

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«Ante mis ojos desencajados, se desató una batalla campal por la supervivencia.»

Ante mis ojos desencajados, se desató una batalla campal por la supervivencia. Gritos, puñetazos, mordiscos. Todo valía por lograr acercarse a la pantalla que mostraba mi exquisita presentación. Insultos, navajazos, mordiscos. Una audiencia enfervorecida por la hambruna se mataba, asesinaba, descuartizaba por unas jugosas diapositivas. No podía creerlo. Pero estaba ocurriendo.

El problema surgió cuando las diapositivas se acabaron. La audiencia seguía hambrienta: quería sangre, quería carne. Carnívoros voraces comenzaron a rodearme. Maldita mi suerte. Vaya lío por una charla inofensiva. Afortunadamente, recordé que llevaba mi pistola en el bolsillo. La noté cuando oí a mi bolsillo revolverse y reírse por las cosquillas que el gatillo juguetón estaba haciéndole. Saqué mi arma. Disparé al techo y un fragmento del pladur se desprendió cayendo sobre una docena de asistentes.

—Corre —oí desde el fondo del pasillo.

Y corrí. Sin mirar atrás. Me perdí un gran espectáculo, seguro. Los asistentes estaban perturbados. La sangre galopaba por el parquet y se encabritaba en los adornos de escayola de los techos. Como una película de Tarantino made in Bilbao.

Antes de subirme al ascensor para refugiarme en mi apartamento, miré por un segundo a la persona que me había gritado desde el fondo del pasillo y que, en cierto modo, me había salvado la vida. Me resultaba cara conocida.

—¿La conozco, señorita?

—Nos vimos hace unas semana en el supermercado. Todavía recuerdo su pistola.

Me sonrió. Le sonreí. Cuarentona. Aspecto intelectual. Larga melena cobriza. Me resultaba cara conocida.

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«Encendí una hoguera. Una inmensa hoguera. Tan grande que quemé alguna ventana.»

Cuando abrí la puerta de casa, fui directo a la nevera. La vacié. Luego a la biblioteca. La vacié también. Lo llevé todo a la terraza, junto con mis lechugas vanguardistas, mis pepinos decimonónicos, mis tomates verdes y mis guindillas picantes. Encendí una hoguera. Una inmensa hoguera. Tan grande que quemé alguna ventana. Esa noche pasamos frío. Cuando las llamas se apagaron y tan solo quedaron algunos rescoldos, mi mujer asomó por el hueco de la ventana del dormitorio.

—¿Ha ido bien, cariño?

—He sobrevivido.

—Ya te dije yo que no te metieras en esos berenjenales. Pero, ¿les ha gustado tu taller?

—Sin duda, cariño. Les ha encantado. Lo han saboreado hasta la última diapositiva.

—Todas esas diapositivas marinadas con tu voz dulce y atiplada tienen que ser una mezcla irresistible.

—Debe de ser eso, cariño. De todas formas, la próxima vez que llame un desconocido, recuérdame que pregunte quién es.

—No te preocupes, lo haré. Ahora descansa.

Fuente de las fotografías:

Teléfono

Palabras

Abuelo

Batalla campal

Fuego

Acerca de Guillermo Gómez Muñoz

Soy profesor de Lengua Castellana y Literatura, y de Latín en el colegio Claret Askartza de Leioa.
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9 respuestas a Una presentación deliciosa

  1. RT @cometa23: El cuento prometido @imurua @JavierVillatoro «Una presentación deliciosa» – http://t.co/IajBWDVKeK

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  2. vicenta dijo:

    No dejarás nunca de sorprenderme

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  3. Profesor en apuros: Una presentación deliciosa http://t.co/DZlq39yRc1

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  4. Iñaki Murua dijo:

    Me vas a acostumbrar mal con las dedicatorias, jeje.
    Pero estás como los bertsolaris: se te da el tema o el punto y te lanzas de seguido.
    A ver el siguiente relato; ¿será no hay dos sin tres o a la tercera la vencida?

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  5. Arald dijo:

    Gran historia. Seguro que dicha charla era sabrosa. Enhorabuena 🙂

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  6. RT @cometa23: Profesor en apuros: Una presentación deliciosa http://t.co/DZlq39yRc1

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  7. Pingback: Y la palabra se hizo carne | Profesor de ELE en apuros

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