El viernes me declaré independiente

El viernes me declaré independiente. Llevaba meses madurando la idea. Lo propuse en la anterior junta de vecinos y me llamaron loco. Me hablaron de los estatutos de la comunidad y de otros documentos legales. Me amenazaron con denunciarme al ayuntamiento y a la asociación de comerciantes del barrio. Me dieron largas.

Al final, me harté y, sin esperar a nadie, lo hice.

Lucían los primeros rayos de un sol otoñal, cuando estampé el típico felpudo de Ikea delante de mi puerta: Bienvenidos a la República Independiente de mi Casa. Me nombré primer ministro, por votación popular; a mi mujer, vicepresidenta; y a mi perro, ministro de interior.

Los primeros instantes de mi recién estrenada independencia los dediqué a pintar de azul la puerta de mi casa —llevaba años proponiéndolo junta tras junta— y a instalar en el balcón ese toldo del Athletic que tanto incordiaba a mis vecinos. De paso, pinté también la barandilla de rojo, simplemente por molestar un poco más.

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«El viernes me declaré independiente. Llevaba meses madurando la idea. Lo propuse en la anterior junta de vecinos y me llamaron loco.»

Después de comer, dicté el primer bando oficial de mi apartamento, anunciando la recién ganada independencia. Lo fotocopié y lo buzoneé a todos mis queridos vecinos. Como era de esperar, esa misma noche se convocó una junta extraordinaria a la que asistí en calidad de apartamento invitado, por escuchar las lindezas que dirían de mí. No oí nada que no esperara: la comunidad no reconoció mi nuevo estatus y me declararon su abierta hostilidad.

Esa noche, cuando llegué a casa, le pedí a mi ministro del interior que permaneciera alerta por la noche. Pero debió de quedarse dormido el pobrecito: cuando salí al trabajo, faltaba mi felpudo. A todo correr, redacté una declaración de guerra —que también buzoneé— y me adueñé del rellano de la escalera de mi piso para cobrar aranceles a todo aquel que lo cruzara, ya subiera o bajara por las escaleras, ya por el ascensor. Como vivo en el primero, la medida prometía ser rentable, hasta que una nueva junta extraordinaria —a la que me negaron la entrada— decidió adueñarse del territorio internacional del portal, para cobrarme sus propios impuestos fronterizos. Como corríamos el riesgo de enquistar el conflicto y dado que estábamos en un empate técnico, decidimos de mutuo acuerdo suspender cualquier tipo de arancel. Pero las hostilidades no acabaron ahí.

Esa misma noche algún vecino mojó toda la ropa que teníamos tendida en el colgador del patio. Respondí bloqueando el ascensor. A la mañana siguiente, un cubo de lejía blanqueó toda nuestra ropa. Respondí ahumando la ropa de todo el personal con una pequeña hoguera.

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«Esa noche, cuando llegué a casa, le pedí a mi ministro del interior que permaneciera alerta por la noche.»

Para entonces, algunos vecinos, descontentos con la actual junta y solidarios con mi causa, decidieron seguir mi camino. Para apoyarnos, resolvimos federarnos y escribir unos nuevos estatutos. El asunto entrañaba ciertas dificultades de orden práctico ya que cada nueva república apartamenticia estaba en un piso diferente. Sin embargo, no nos desanimanos. Todo lo contrario. Surgieron iniciativas innovadoras y, en cierto modo, peregrinas, como la que proponía ocupar casas adyacentes para unir los nuevos territorios federados. El asunto entrañaba tales dificultades jurídico-estratégicas que la idea se desechó enseguida, lo cual no evitó una escalada verbal sin parangón en nuestra joven historia, que derivó en una guerra fría abiertamente declarada entre la nueva federación y la vieja junta.

Fue entonces cuando mi mujer, siempre más sensata que yo en estos casos, sugirió:

—No nos estaremos pasando un poco.

Yo la miré sin saber qué decir. Dirigí la mirada luego a mi perro, por recabar también su opinión. Txopo ladró, luego gruñó y, finalmente, se dirigió a proteger la puerta, donde antes estaba su querido felpudo.

—Pues está todo dicho.

Mi mujer se encogió de hombros. Yo encendí la tele. Desde que estábamos confederados teníamos acceso a la televisión por satélite del vecino del tercero. Tomé asiento en mi sillón. Desde que era primer ministro se notaba más cómodo, más mullido, más señorial. También mi mujer tenía un aire distinto, más exclusivo, más elegante. Incluso mi perro había ganado en pedigrí. Cómo dar marcha atrás ahora que todo iba sobre ruedas. Ahora  que podía ver el fútbol en directo sin pagar la cuota mensual.

—Si quieren guerra, la tendrán —sentencié.

Y me quedé dormido.

*****

Si te ha gustado, encontrarás más relatos en la sección Teatro de nimiedades.

Fuente de las fotografías:

July 30th 2008 – If It Wasn’t Attached

The Handle Comet

Acerca de Guillermo Gómez Muñoz

Soy profesor de Lengua Castellana y Literatura, y de Latín en el colegio Claret Askartza de Leioa.
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5 respuestas a El viernes me declaré independiente

  1. Arald Z. Roads dijo:

    ¡Muy bueno!

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  2. Buen relato de @cometa23, una lectura desenfadada del independentismo 😉 http://t.co/AC4SrDFLbH

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  3. @kavango dijo:

    RT @misterhistorian: Buen relato de @cometa23, una lectura desenfadada del independentismo 😉 http://t.co/AC4SrDFLbH

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