Cuando abrió la puerta, supo lo que ocurriría. Estaba cansado, solo y aburrido. Vivía recluido en su viejo caserón, una antigua villa de indianos demasiado grande para un hombre solo. Demasiado vacía para un cuerpo viejo plagado de recuerdos.
Hacía tiempo que nadie lo visitaba. Se mantenía gracias a los cuidados altruistas de una vecina. Una mujer piadosa que en algún momento decidió cargar con él como penitencia. Pero la carga cada día era más pesada y la buena voluntad había comenzado a agotarse.
Por eso, cuando abrió la puerta, ya sabía lo que iba a ocurrir. Allí, en ese armario, un ropero que perteneció a su abuelo, se escondía todo lo que había sido y ahora no era. Las fotos de sus hijos, la ropa de su mujer, las cartas de sus amigos. Todo guardado bajo llave para no verlo cada día.
Las fotos se apilaban en una esquina. Unas en cajas, otras en álbumes. Algunas incluso con marco. Y entre todas ellas, su favorita. Cuántos años desde aquel instante. Una tarta y unas velas. Y a su alrededor tres caritas sonrientes. Lo miraban inocentes y risueñas, incapaces de saber la mínima distancia existente entre una lágrima y una sonrisa.
La ropa de su mujer colgaba de perchas andrajosas, esqueletos de madera heridos por el tiempo y la carcoma. Cogió su jersey favorito, lo estrujó entre sus manos, lo acarició, lo olió… No quedaba nada. Ni la suave caricia de antaño, ni el dulce aroma a colonia. Los años los habían borrado y sustituido por un arañazo podrido.
Las cartas se amontonaban en cajones, atadas con gomas y cuerdas. Amarillas e indefensas. Abrió los sobres, releyó las cartas, rememoró instantes y miradas. Ojos que el tiempo había terminado cerrando. Voces apagadas.
Cuando abrió la puerta, ya sabía lo que iba a ocurrir. Así que entró, se sentó entre sus fotos, sus ropas y sus cartas, acarició jerseys, recordó momentos, releyó cartas, y cerró la puerta. Para siempre.
Fuente de las fotografías:
Free eye and snowflaked lashes Creative Commons de D. Sharon Pruitt.