Aquel viejo chocheaba. Al menos eso decía todo el mundo. Yo creo que, a veces, era más un exceso de imaginación que un puro chocheo, pero la causa de sus delirios no viene al caso. Ya fuera por demencia senil o por puro juego creativo, chocheaba. No había ninguna duda.
Lo veía cada mañana. De camino al trabajo. Yo, embozado hasta los ojos, con mi bufanda de lana. El frío cristalino del otoño tardío me estremecía hasta las pestañas. Él, sentado en un banco, su banco, viendo a la gente pasar. Apresurada, dormida, nerviosa. Mientras él los contempla. Imagina sus vidas. Inventa sus anhelos y sus desgracias.
Aquel viejo chocheaba. Eso decía la gente del barrio. Se le ha ido la chaveta. No es tan mayor, pero la edad no perdona. Pobre viejo, está solo y la soledad lo ha trastornado. Eso decía la gente, que chocheaba. Y debían de tener razón porque si no, no saldría cada mañana, tan temprano, al paseo del Campo Volantín, a ver pasar gente. Y menos en otoño, casi invierno, con ese viento helado, cortándole la cara en mil pedazos.
Así cada mañana. Yo, de camino al trabajo; él, de camino a ninguna parte. Yo, andando con prisa. Solo. Él, sentado en su banco. Solo. De vez en cuando, hablaba. Solo normalmente. A veces a los paseantes estresados. Normalmente soltaba versos al viento, esperando que alguien alargara la mano para capturarlos. Cuidados alejandrinos con rima consonante. Bailables octosílabos guasones y pícaros. Románticos endecasílabos con los que deleitaba por igual a hombres y mujeres. Haikus solitarios, crípticos y graves. Su repertorio no tenía límite.
A veces, y solo a veces, hablaba con el cartel publicitario que lo observaba indiferente a tres metros de su banco. Solía hablar con él cada lunes, cuando los operarios de la empresa publicitaria lo cambiaban. El resto de la semana lo olvidaba, como si le aburriera. Como si el lunes ya le hubiera dicho todo lo que tuviera que decirle. Le hablaba a los anuncios de películas, de móviles, de ordenadores. Les soltaba su perorata poética a las chicas en bikini y a los musculosos modelos en calzoncillos. Deleitaba con sus monólogos a los operarios que obedientemente hacían su trabajo, cada lunes. A todos los bendecía con sus palabras. Hasta este lunes.
Este lunes lo he visto cambiado. Lo he apreciado de lejos, cuando los operarios terminaban con su trabajo de retirada del cartel viejo e instalación del nuevo. El viejo loco del banco ni se ha inmutado. Observaba serio el cartel nuevo, sin moverse. Desde la otra acera no podía ver qué anunciaba el nuevo póster. Hasta que me he acercado. Entonces he visto su cara, la del viejo, sumamente concentrada. Como buscando en lo más profundo de su ser. Hasta que ha encontrado la palabra exacta, el verso perfecto. Y entonces no he podido evitar detenerme a su lado a escuchar cómo recitaba algunos de los versos amorosos más bellos de la historia de la literatura. Parece mentira lo leído que es este hombre.
—¿A que es hermosa? —me ha preguntado.
Yo he asentido con un leve gesto y, sintiendo que estorbaba en lo que parecía un momento íntimo, me he alejado sin meter ruido. Aún así, desde la distancia, he seguido durante unos minutos observando cómo el viejo loco del barrio continuaba recitándole deliciosos versos a la hermosa modelo de lencería fina que se desnudaba ante sus ojos cansados.
Para mi sorpresa, esta misma tarde me he enterado de que a mediodía lo encontraron muerto. En el banco. En su banco. Frente a su modelo de lencería. Dicen que tenía los ojos abiertos, fijos en sus pechos. Claro que dicen muchas cosas. Los barrios pequeños son como pueblos. Demasiadas lenguas aburridas. Pero he oído la historia de tantas lenguas que me la creo. Dicen que estaba helado. Pobrecito mío, no me extraña. El lunes hacía mucho frío. Este otoño tardío, casi invierno, amanece con brisas cristalinas que cortan la cara en pedazos.
Pero lo más curioso del caso lo he descubierto esta noche, hablando con mi amiga Cristina, la forense. Me dice que murió de frío, como intuía, pero que al desvestirlo descubrió un bulto que resistió incólume, en sus pantalones. Como congelado. Cristina opina que la sangre se le acumuló al viejo en un solo punto y, claro, se fue helando de frío hasta que el corazón se le paró. Pero no ha puesto eso en el informe. Se reirían de mí. Dirían, una más de las locuras de Cristinita. Muerto por hipotermia, a secas. Eso ha puesto. En el informe, digo. ¿Te lo puedes creer? —me ha preguntado— A su edad y tan vital.
Yo no le he dicho que ya conocía al viejo. Que me lo cruzaba cada mañana. Que me lo he cruzado esta mañana de lunes. La mañana de su última erección. La definitiva y mortal. Era un momento demasiado íntimo, como para irlo aireando por ahí. Un último momento de placer, repleto de versos sonrojados, un rostro cálido que te observa, un banco que ya nunca estará solo y una mujer en lencería.
Tampoco le he dicho que mañana pienso sentarme un rato en su banco. El del poeta loco. De camino al trabajo. Para observar lo que él observaba. Para, por un instante, no sentirme tan solo.
Fuente de las fotografías:
Profesor en apuros: El curioso caso del loco poeta http://t.co/by0VCkcYfN
Me gustaMe gusta
@cometa23 El curioso caso del loco poeta http://t.co/SnzjQlrBWo @cometa23
Me gustaMe gusta
RT @cometa23: Profesor en apuros: El curioso caso del loco poeta http://t.co/by0VCkcYfN
Me gustaMe gusta
El curioso caso del loco poeta http://t.co/9Wl7opcnIs
Me gustaMe gusta