La rutina. Esa pescadilla que se muerde la cola a diario. Ese balanceo equilibrado que se busca y se evita a partes iguales. Ese miedo a caer en el tedio. Ese ansia de paz. Rutina.
Confieso que tengo una relación de amor-odio con la rutina. A un lado, cada día aborrezco más madrugar. Nunca me ha costado, pero con los años se está convirtiendo en una costumbre cada vez más odiosa. Al otro, la rutina tiene un ritmo cuya cadencia me relaja. No niego que me importaría caer en rutinas diferentes. Mentiría. Otras rutinas con ritmos diferentes y diversos, pero candencias relajantes, al fin y al cabo.
Sin embargo, lo que más me gusta de la rutina no es su ritmo. Lo que me encanta de la rutina es el paseo matutino al trabajo. Seguro que alguno piensa que se debe a que tengo unas vistas impresionantes de camino a la universidad. Y no se equivoca, pero esa no es la razón principal. Lo que más me gusta de la rutina es cruzarme cada mañana con las mismas personas de camino al trabajo.
Cruzarme con la misma familia cada mañana de camino a la parada del autobús. Un padre y sus dos hijas. Él, de traje y corbata. Ellas, de uniforme. La hermana pequeña siempre de la mano de su padre. Su hermana, unos pasos por delante, mostrando al mundo que ya es mayor. Y, de repente, un día, no van con su padre, sino con su madre. Un cambio en la rutina que me obliga a estar atento, observar las diferencias, inventar sus vidas.
Por eso, no me gustan mucho los cambios de horario. Porque cuando ya me he acostumbrado a una hora matutina de salir de casa, a una gente que me acompaña o con la que me cruzo por el camino, me disgusta tener que volverme a acostumbrar a una gente nueva. Aunque tampoco negaré que, de vez en cuando, cruzarse con personas diferentes es un placer para la imaginación.
Recientemente he retrasado mi horario de entrada al trabajo. Mi paseo matutino se ha llenado de jubilados quemando su dosis diaria de colesterol, perros olisqueando los jardines y miradas menos difusas y más despiertas que las que se observan a las siete y media de la mañana. Y entre tanta niebla esta vez me ha llamado la atención una pareja.
Suelen caminar a la par, a una cierta distancia, la típica que guardan dos compañeros de trabajo. Ella es alta, de mirada sombría, rostro afilado. Él, bajito, con barba espesa y ojos caídos. Caminan en silencio normalmente. Con la vista perdida en un punto frente a ellos. Como si una fuerza rutinaria tirara de sus cuerpos frágiles camino del trabajo. Porque van a trabajar, o eso me imagino.
Porque de camino al trabajo me encanta imaginar. Mirar a los ojos de esta extraña pareja y construir, reconstruir, inventar sus vidas. En uno de los mundos que proyecto, él está perdidamente enamorado de ella, pero ella tiene la cabeza ocupada con otras preocupaciones. Una casa que pagar, unos padres mayores, un exnovio al que es complicado olvidar. En ese mundo, ella no tiene ojos para su barba poblada y su mirada difusa.
En otro de los mundos, él también está enamorado. Quizás un poco menos. Pero alelado, atontado y ensimismado por sus huesos, al fin y al cabo. Ella jamás ha pensado en él como pareja. Ni en él ni en ningún hombre. Por eso cuando, en medio del paseo, él rompe el sagrado silencio que cada mañana los acompaña para declararse, ella no puede ocultar una ligera sonrisa condescendiente que los sumerge de nuevo en el silencio. Sagrado silencio matutino y rutinario.
En el mundo más absurdo en el que los imagino, ella está enamorada. Él también. Entre ellos quiero decir. Pero ambos tienen parejas estables y rutinarias. Parejas con las que hablan sin parar, hacen viajes milenarios y planes de futuro y más allá. Parejas a las que quieren, o eso dicen después del amor y antes del sexo. En ese mundo, se lían, de camino al trabajo. Llegan tarde, por supuesto. Buscan una pensión poco higiénica y nada rutinaria. Y se lían. Se enrollan. Se arrancan las ropas y los desencantos. Deshacen las sábanas, rompen la lámpara de la mesilla, se arañan la espalda. Y todo en silencio. Sagrado silencio matutino. Como veis, tampoco tengo una imaginación prodigiosa.
Hay otros mundos. Cada cual más raro y menos rutinario. Alguna vez pienso que debería mezclarlos todos, ponerlos sobre una mesa y construir el argumento de una novela pasional, romántica y silenciosa. Pero el suave runrún de mi rutina me convence de lo contrario. Sería una novela muy aburrida.
Bendita rutina rutinaria, que me quita de la cabeza semejantes tonterías.
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