«Qué necesario es el rock´n´roll,
qué prescindible el cuero.»
Fito & Fitipaldis
Aunque el verano acabó hace semanas, aún podía intuir su presencia en tu mirada apagada. Un verano tejido con kilómetros de asfalto, acordes aventureros, focos que sofocan, fans histéricos y cervezas que se alargan, que se estiran, que ven amanecer, que no se acuestan.
Pero el verano ya se había ido. Lo anunciaron las primeras hojas secas sobre la acera a principios de septiembre. La temporada de fiestas populares y festivales llegaba a su fin. Los escenarios se recogían. Los bares abrían solo los fines de semana. El coche empezó a reposar más tiempo en el garaje y las guitarras, en sus fundas.
Al principio, me alegré. Pasarías más tiempo en casa. Más tiempo en el sofá. Más tiempo conmigo. Tú, no. Tú te aburrías. Echabas de menos el verano glorioso, épico, irrepetible. Buscabas entre las cuerdas aquellos acordes que te habían llevado a lo más alto. Dedicabas días enteros a componer nuevas canciones que te catapultaran a la gloria el próximo verano. Pero lo veías tan lejos. Todavía era octubre. Un octubre eterno, lluvioso, enjaulado. Un octubre sin focos, ni asfalto, ni cuero. Que se anquilosaba, que carcomía tu creatividad, que corroía tus nuevas melodías.
Pese a las horas que pasaste encerrado componiendo, octubre fue un desierto. No encontraste oasis donde reposar junto a tus adorados Rolling, donde encontrar una pizca de inspiración en el fondo de un botellín de cerveza, en las últimas caladas que consumen un cigarrillo demasiado corto, demasiado intenso. Un cigarrillo que acaba en el suelo, olvidado, terminando de consumirse.
Noviembre llegó sin pena ni gloria. Lluvioso, nublado, deprimente. La ciudad se vació de turistas, con sus flashes y sus sandalias. Deshabitada, monocromática, taciturna. Cada día más cansado, cada hora más silencioso, cada segundo más gris. Los acordes de tu guitarra comenzaron a espaciarse, a sonar más imprecisos, a desafinar.
Para entonces, ya no supe qué hacer. Eras un extraño que apenas salía de casa, que apenas abandonaba su garaje, su altar místico, el eco de su verano. Llegó un momento en que dejé de preocuparme. Respeté tu espacio. Yo también me olvidé de ti.
El invierno casi llamaba a tu puerta. Te dejé solo. Fue duro, pero no quise ver cómo el otoño anónimo dejaba paso a tu sobredosis de olvido del invierno eterno que se avecinaba. No quise verte así. Prefería guardar el recuerdo de tus acordes poderosos, de tus manos expertas recorriendo las cuerdas de tu guitarra azul. Como tus ojos.
Volvería en primavera para recoger lo que quedara de ti. Si es que quedaba algo, después del otoño, después del invierno. Si es que, al abrir la puerta, no encontraba una guitarra sin cuerdas, una melodía inacabada, una primavera sin ti.
Fuente de la fotografía: Lluvia de otoño
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