Morituri te salutant (III)

La puerta se cerró con un sonido firme y seco. El eco de aquel clac se diluyó entre la niebla que inundaba el habitáculo. Antes de sentarse y dejarse llevar por el relax, comprobó que la puerta se abriera. Siempre que entraba a uno de esos lugares le gustaba asegurarse que pudiera salir, que el cierre no se atrancara. Sobre todo, cuando estaba solo.

Era ya tarde. Según entró, Lucas, el encargado, le recordó que cerraban en treinta minutos. Será un bañito rápido y diez minutitos al vapor, le prometió. Solo necesitaba eso. Diez minutillos tranquilo, relajado, solo, rodeado de vapor, con los ojos cerrados y la mente en blanco, mientras el sudor comenzaba a asomar por cada uno de los poros de su cuerpo. En breve estaría sudando como un pollo. Pero a eso se venía a un baño turco, ¿no? A sudar. Y a relajarse. Y relajado estaba.

Adoraba acercarse al spa a esas horas. Normalmente ya no había nadie, solo el encargado. Era un spa pequeñito, familiar, de barrio. Con pocos recursos, los imprescindibles. Pero a él le encantaba ese aire sencillo y pobre. Y sobre todo, la soledad que podía respirarse a última hora. Esa soledad que sentía ahora, sentado con los ojos cerrados en un baño turco, rodeado de vapor, solo de vapor. Solo.

Y oscuridad. Demasiada oscuridad, por cierto. Mierda, alguien había apagado las luces. Pero si todavía era pronto… ¿Ya le estaban echando? Se levantó y se acercó a la puerta. Sí que estaba oscuro, como si hubieran empezado a cerrar ya. ¿Es que se habían olvidado de que todavía estaba allí? Empujó la puerta. Pesaba. Empujó con más fuerza. Pero no se abría. Mierda. ¡Lucas!, gritó. La bromita no tiene gracia. Y empujó de nuevo, pero la puerta pesaba y no se abrió. No escuchó el clac, firme y seco, que caracterizaba sus cierres y aperturas.

Limpió el vaho que cubría el cristal de la puerta. Todo estaba a oscuras. No se veía nada. Estaba solo. Y hacía calor, mucho calor. Y empujó nerviosamente la puerta. Y no se abrió. Y estaba solo. O eso pensaba, hasta que descubrió una sombra que sigilosamente situada a su espalda le susurraba un aliento helado al oído : no te esfuerces, no se va a abrir.

Y, de repente, mientras una gota de sudor frío recorría su espalda, supo que decía la verdad.

 

Fuente de la fotografía: La última llave (Foto 183) de Inti

Acerca de Guillermo Gómez Muñoz

Soy profesor de Lengua Castellana y Literatura, y de Latín en el colegio Claret Askartza de Leioa.
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