Hoy me disponía a escribir una pequeña entrada para la sección de ecos de otros blogs, pero el correo, el de toda la vida, no el electrónico, me ha traído una grata sorpresa que ha hecho que cambie la programación bloguera del día. Una sorpresa grata, en primer lugar, por inesperada y, en segundo, por su contenido. Y como ha sido inesperada, me ha pillado en la biblioteca, aprovechando la calma previa a la tormenta (este jueves llega la marabunta de alumnos de verano) para dedicarle unas horas a mi tesis, la eterna relegada a un tiempo secundario. Una compañera de despacho me ha avisado de que tenía un paquete sobre mi mesa. Parecen libros, me ha dicho. Y uno que es muy curioso no ha podido evitar salir disparado de la biblioteca para abrir el paquete.
Pero centrándome: ¿qué contenía el paquete?
Si no conocéis a Fernando J. López ya vais tardando en visitar su perfil de Twitter o su blog de profesor de secundaria (hasta tiene ya entrada en la Wikipedia). Pero, ante todo, ya estáis tardando en leer sus novelas o ver sus obras de teatro. Yo, hasta el momento, he leído dos de sus novelas: La edad de la ira y Las vidas que inventamos. Las dos son muy recomendables pero, si me dan a elegir, me quedo con la primera, una novela sobre la que ya hablé hace bastante tiempo en este rincón y de la que guardo un gran recuerdo como lector, sobre todo por la ternura con la que Fernando trata a sus personajes.
Desde hace tiempo, estaba con ganas de hacerme con su última novela y para mi sorpresa hoy me la han enviado. Así que, en cuanto me la lea, ya os contaré qué me ha parecido. De momento, os dejo con unas palabras de la primera página de La inmortalidad del cangrejo:
«Es lo bueno que tiene ser cangrejo en el nuevo milenio: no hay que afrontar más miseria —ni más Historia— que la ya conocida.» (Fernando J. López)