Y la palabra se hizo carne

Hay ocasiones en que no me puedo contener y sujeto mi pluma con fuerza y escribo y escribo y escribo. A veces la aprieto con tanta intensidad que llego a romper su punta y tengo que parar para coger un bolígrafo o un lapicero y continuar escribiendo. En esas ocasiones, es tanta la concentración con la que escribo que algunas palabras toman vida, se escapan del papel y juegan ante mí en el escritorio.

La primera vez que ocurrió me asusté. Creía estar volviéndome loco. Incluso llegué a pensar que el culpable de mis alucinaciones era mi vecino de abajo y su porro preceptivo después de cada comida. Pero pronto descubrí que las historias que tomaban forma delante de mis ojos no eran simples imaginaciones de un joven escritor obsesionado con crear mundos y relatos, sino la creatividad en sí misma, en carne y hueso frente a mí, liberándose de las fronteras de la sintaxis y haciéndose fuerte en mi humilde salón victoriano de mediados del siglo XX.

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«Recuerdo cierta ocasión en que sobre decidió declararse en huelga de hambre…»

El increíble espectáculo que, a veces, se desarrolla ante mis ojos puede venir motivado por una insignificante preposición a la que le gusta dar la nota. Recuerdo cierta ocasión en que sobre decidió declararse en huelga de hambre ante mis ojos en defensa de la renovación del convenio colectivo de la preposición so, un bicho raro de aspecto caduco y desahuciado. El asunto no fue a mayores porque el resto de preposiciones se burlaron del gusto por lo añejo de sobre, a excepción de durante y mediante, siempre un poco incómodas y fuera de lugar.

Esas diminutas trifulcas son habituales en mi mesa de escritorio. No tienden a ir a mayores, al menos cuando se trata de cuestiones más de forma que de fondo. Porque, al fin y al cabo, ¿a quién le importa lo más mínimo la gramática, hoy en día?

El problema surge cuando quien se escapa de mis folios recién escritos es un concepto abstracto, como el amor o como la guerra. O peor aún: cuando henchido por la intensidad de mi pluma, quien decide encarnarse es uno de mis personajes. Entonces, el asunto tiende a írseme de las manos y suelo sudar tinta china para evitar que el personaje en cuestión no decida escapar de mi casa y causar estragos en mi comunidad de vecinos. Suficiente tuvieron recientemente con el congreso de ensaladas ecológicas. Además, siendo como soy alquilado, no me interesa armar escándalo, no vaya a ser que la agradable —al tiempo que maledicente— vecina del segundo vaya a quejarse a mi casero.

Recuerdo especialmente una ocasión, al poco de conocer a Laura. Supongo que, por aquel entonces, escribía embobado por el embriagador efecto del enamoramiento. Semejante borrachera me costó aquella noche dos plumas y tres lapiceros. Y entretanto, un personaje femenino, Rosaura, se escapó de mi cuaderno. Se parecía a Laura, aunque en cuanto se liberó de mis papeles, se despeinó, se hizo una coleta, se pintó los labios de un verde fosforito de muy mal gusto y se escondió detrás de una maceta para cambiarse de ropa.

—Que sepas que eres un cursi, sobre todo en lo que se refiere a vestir a las mujeres.

Me disculpé y charlé con ella largo rato, hasta que decidí que ya era hora de devolverla a mi cuento. Entonces, Rosaura se negó.

—¿Y volver a tus calles de luces mortecinas y vestidos rosas con lazos a la espalda?

Ni lo sueñes, sentenció y no hubo forma de convencerla. De modo que en mi cuento le inventé un novio: un tal Manuel. Un chico formal, de buena familia y con estudios superiores. En cuanto se liberó del papel, le susurré al oído: “a ver si tú le haces entrar en razón”.

—Fíjate si eres ñoño que lo único que se te ocurre para solucionar tu cuento es inventarme un novio —se rio ella.

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«Rosaura y Manuel eran como una gota de aceite y otra de agua.»

Obviamente, mi intento fracasó. Rosaura y Manuel eran como una gota de aceite y otra de agua. Discutieron, como una pareja de novios adolescentes, y su discusión derivó en un lanzamiento peligroso de trastos: mi goma de borrar, el tapón de mi bolígrafo rojo, un clip, unas tijeras. Cuando el sacapuntas rompió un espejo, decidí enviar a una pareja de policías de paisano para poner calma, no fuera a ser que el sindicato de escritores me acusara de fomentar la violencia de género. Sin embargo, tuve la mala pata de que elegir al agente Suárez como pacificador. Resultó ser, ni más ni menos, que el padre de la criatura y, como cabía esperar, reaccionó de forma protectora y paternal, un poco sin control y con escasa mesura: sacó su pistola reglamentaria y se lió a tiros en medio de mi salón. Un par de balas me dieron en el estómago pero, afortunadamente, su diminuto calibre las hacía inofensivas. Como picaduras de mosquito.

Para entonces mi cuento estaba patas arriba. Era tal la intensidad del relato que de mi pluma salieron más policías para detener al agente Suárez, una cuadrilla de bomberos para sofocar el pequeño incendio causado por el impacto de un par de balas contra la televisión y un par de lámparas, un jardinero para arreglar el destrozo ocasionado en mis macetas, un médico para atender a los heridos en el tiroteo, un psicólogo… Llegó un momento en que casi no cabíamos en mi salón y, con tanta gente y tanto jolgorio, era imposible concentrarse. Así que decidí acabar con semejante despropósito escribiendo el punto final y definitivo.

Pobre infeliz. Aquel día descubrí que la competencia de los puntos finales se asemeja a la de un número nada desdeñable de políticos. Donde digo digo, digo Diego, y si dije punto final, con una simple palabra detrás lo convierto en punto y seguido. El problema fue que el punto y seguido lo escribieron mis queridos personajes, furiosos por tener que retornar al frío, estático y aburrido papel de mis cuadernos.

Intenté dialogar con ellos, convencerlos con promesas de protagonismo en futuras historias, con romances deliciosos, riquezas desmesuradas, trabajo exquisitamente remunerado. Pero nada. Busqué dividirlos para minar su fuerza proponiéndoles oscuros tratos para asesinar a sus enemigos. Pero nada. Traté de sobornar a los más débiles para que traicionaran a sus líderes y se hicieran con el poder de la revuelta. Pero nada. Los amenacé. Pisoteé a un par de médicos. Los insulté. Maltraté a un par de bomberos. Pero nada. Todo fue inútil y contraproducente. Mi insistencia y mi uso de la fuerza los hizo perseverar en sus intenciones y sentirse más unidos. Más firmes. Más violentos. Hasta el punto de que todos se volvieron, como una manada de sabuesos, contra mí.

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«Que, dado su tamaño diminuto, nunca podrían dañarme. Os equivocáis.»

Cualquiera pensará que exagero, que un ejército de personajes es ridículo e insignificante frente a un ser humano. Que, dado su tamaño diminuto, nunca podrían dañarme. Os equivocáis. Quisiera yo veros en medio de mi salón victoriano de mediados del XX rodeados por decenas de personajes enfurecidos. Se me heló hasta la tinta de mis plumas. No digo más.

Di manotazos y pisotones. Usé mis libros como escudos. Recibí mordiscos como puntas de alfileres y balazos como picaduras de mosquito. Y cuando lo creía todo perdido, logré alcanzar la puerta del pasillo y escapar, no sin antes cerrarla a cal y canto y correr a la cocina para coger cinta americana con la que sellar todas las ranuras de la puerta.

Así, queridos amigos, a causa de la intensidad creativa, perdí mi salón victoriano. Desde entonces, siempre veo la tele en la cocina y escribo sobre la cama, tratando de controlar mis erupciones de inspiración. Por suerte, mi casero apenas me visita. Lo difícil, desde entonces, es traer a Laura a casa, después de cada cita. ¿Cómo explicarle que mi precioso salón victoriano está sellado? ¿Cómo decirle que fui un cobarde, que salí huyendo? Laura no lo entendería. Por eso, desde aquel día, nuestras cenas románticas acaban siempre en su casa, un delicioso apartamento isabelino de finales de los noventa. Una maravilla.

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Fuente de las fotografías:

Hombre con megáfono

Discusión

Ejército

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Acerca de Guillermo Gómez Muñoz

Soy profesor de Lengua Castellana y Literatura, y de Latín en el colegio Claret Askartza de Leioa.
Esta entrada fue publicada en Deusto, Teatro de nimiedades y etiquetada , , , . Guarda el enlace permanente.

3 respuestas a Y la palabra se hizo carne

  1. @hispanalia dijo:

    “@cometa23: Un nuevo #cuento en el blog: Y la palabra se hizo carne – http://t.co/wZN9EWBAVQ #literatura”

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  2. Me encantan tus historias Guillermo 🙂

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