Si por algo se caracteriza Alessandro Baricco, es por dotar a su prosa de momentos cargados de poesía y por crear personajes «raros», diferentes, curiosos, sumamente poéticos. Leyendo Océano mar me he topado con otro de esos instantes.
La escena la componen dos personajes: Bartleboom, un extravagante estudioso del mar, y Dood, un niño que está continuamente en el alféizar de la ventana de la habitación de Bartleboom. El primero en romper el silencio es Bartleboom:
– Visto que siempre estás aquí…
-Mmmmh.
-Tú quizás lo sepas.
– ¿Qué?
– ¿Dónde tiene el mar los ojos?
– …
– Porque los tiene, ¿verdad?
– Sí.
-Y ¿dónde narices están?
– Los barcos.
– Los barcos ¿qué?
– Los barcos son los ojos del mar
Bartleboom se quedó de piedra. Eso sí que no se le había ocurrido.
– Pero si hay centenares de barcos…
– Es que tiene centenares de ojos. No pretenderéis que se las apañe con dos.
Efectivamente. Con todo el trabajo que tiene. Y tan grande como es. Había sentido común en todo aquello.
– Sí, pero, entonces, perdona…
– Mmmmh.
– ¿Y los naufragios? Las tormentas, los tifones, todas esas cosas… ¿Para qué tragarse entonces esos barcos, si son sus ojos?
Hasta un tono de cierta impaciencia tiene Dood cuando se vuelve hacia Bartleboom y dice
– Pero vos… ¿es que vos no cerráis nunca los ojos?
(c) Alessandro Baricco: Océano mar