Ella lo buscaba. No tenía muy claro cómo sería, pero lo buscaba. Desde muy pequeña. En cuanto tuvo uso de razón, decidió comenzar su búsqueda.
Al principio, como es lógico, andaba un poco perdida. Nadie le había explicado cómo se buscaba a un príncipe azul. Y como tampoco sabía con exactitud cómo era ese tipo de príncipe, siempre dudaba: «¿Lo habré encontrado ya y no me habré dado cuenta?» La duda le imposibilitaba seguir buscando, así que decidió documentarse.
En su afán por saber, leyó todos los cuentos tradicionales que cayeron en sus manos y vio todas las películas de Disney que sus padres le regalaban. Los devoró con ansia, los aprendió de memoria y llegó a una conclusión definitiva: estaba equivocada. El príncipe azul no se busca, al príncipe azul se le espera.
De modo que decidió esperar y esperar y esperar y esperar. Y fueron pasando los años y su esperanza se fue debilitando y su sonrisa dejó de sonreír. Su vientre se hizo desierto, sus pechos se agrietaron y la luz de su mirada se cubrió de nubes.
Un buen día, cuando fueron a despertarla, no despertó. Se había dormido profundamente. Y no despertó.
En su mesita había una carta para sus ansiosos herederos:
Con mi fortuna haced lo que os dé la gana. Pero enterradme en la orilla más mansa de un río, bajo una lápida con el siguiente epitafio:
Aquí yace la que esperando perdió su vida.