Aquel mediodía el súper estaba más vacío que de costumbre. Cómo se notaba que ya era agosto. La ciudad se vaciaba, cada verano, de repente, como una bañera sin tapón. Como un remolino, las autopistas se tragaban los coches. Y en los coches, la gente. Y la ciudad y los supermercados se quedaban desiertos.
Metió todo lo comprado en bolsas, pagó y salió en dirección a su casa. Vivía cerca, apenas a dos manzanas cuesta arriba. Qué solitario estaba el barrio, con la vida que tenía durante el periodo escolar. Los niños esperando al autobús del cole, los padres a las puertas de las escuelas, los abuelos en el parque con los nietos… Rebosaba de carreras, gritos y sonrisas. No como ahora, en agosto, un barrio apático y dormido.
Llegó al portal, lo abrió, subió la rampa y llamó al ascensor. No tardó mucho en llegar. Vivía en el segundo, un tercero con la entreplanta. Habitualmente subía por las escaleras, pero hoy, con las bolsas y el sol de agosto, estaba agotada. Abrió la puerta del ascensor, entró y dejó que se cerrara a sus espaldas. En ese momento, oyó pisadas aceleradas por la rampa y el portal cerrarse con un portazo. Trató de abrir el ascensor, pero las puertas interiores ya se habían activado. Lo siento, no te he visto entrar, le dijo a la sombra que veía a través del cristal opaco de la puerta del ascensor. Pero la sombra no le contestó.
Qué rabia. Sería un vecino de los pisos de arriba. Vaya faena, con lo lento que era el ascensor. Iba a tener que esperar un rato hasta que bajara de nuevo. Solo había un ascensor para toda la escalera. Ocho pisos y cuatro puertas por planta. Demasiados vecinos para un ascensor viejo y lento.
Cuando llegaba al primero, escuchó pasos por la escalera. Será algún vecino de mi piso o del tercero. Esos suelen subir andando. Claro, como son jóvenes. Los pasos aceleraron, subían con ímpetu.
El ascensor llegó al segundo, su piso. Abrió la puerta mientras escuchaba cómo los pasos se acercaban, habían rebasado el primero. Lo siento, dijo en dirección a la escalera. Pero nadie le contestó. Escuchó con atención. No había oído ninguna puerta en el primero, pero los pasos también habían desaparecido.
Repentinamente tuvo un mal presentimiento, así que aceleradamente se dirigió, llaves en mano, hacia su puerta. En ese momento, los pasos reanudaron su intimidación. Los oía cerca. Metió la llave en la cerradura. Más cerca. Abrió la puerta. Muy cerca. Entró en su casa. A su espalda. Y con todas sus fuerzas empujó la puerta para cerrarla, sin siquiera mirar atrás. Demasiado cerca y demasiado tarde. Antes de que la puerta se cerrara, un zapato, pulcro y elegante, se introdujo entre la puerta y el marco. Y la puerta se abrió.
Nadie oyó nada. Nadie vio nada. Hasta que la vecina de enfrente, una universitaria tímida y huraña, al salir del ascensor, vio unas bolsas del supermercado tiradas por el suelo. Y una puerta abierta. Ella fue quien llamó a la policía. Estaba tan nerviosa que no pudo explicar lo que ocurría. Solo repetía: sangre… en el suelo… bolsas… en el suelo… ella… en el suelo…
Fuente de la fotografía: