Dong. Ya solo quedan once. Once campanadas y será medianoche. Once uvas y adiós al año que se va y bienvenido sea 2012. Solo once. Once puñaladas y el 2011 estará muerto y enterrado. Dong. Una menos para el final. ¿Final? ¿De qué? ¿Cómo puede terminarse el tiempo? Nos empeñamos en ponerle rompeolas al océano, fronteras al mundo… ¡Pero qué infantilismo! Final, ¿qué final? Dong. Hacemos lo mismo con la vida. La medimos y le otorgamos un peso, una relevancia de la que carece. Y cuando se acaba, también doblan las campanas anunciando otro final. Final, ¿de qué? Dong. Una vida, algo tan insignificante, tan nimio en la inmensidad del universo, tan poca cosa. Y, sin embargo, lo entronizamos y lloramos y sufrimos porque se ha acabado. Igual que este año que está a punto de expirar, el 2011, para dar paso a otro nuevo. Otros doce meses. Dong. Como estas doce campanadas que ahora me atormentan mientras devoro estas uvas. Una a una, como manda la tradición. ¡Vaya tradición más absurda! Comer uvas mientras vemos en la tele cómo suenan unas campanadas. Ridículo. Dong. Pero la cumplimos. Como cada año cumplen mis hijos la tradición de cenar conmigo por estas fechas. Prácticamente no los veo en todo el año, pero a Nochevieja nunca faltan. Los suelo llamar un par de días antes para asegurarme. Dong. Pero siempre vienen. A veces solos, a veces con mi nietos y mis nueras. Depende del año. Pero siempre vienen. Los doce. Porque tengo doce, nada más y nada menos. Y todos creciditos ya. Y varones. Yo hubiera querido tener alguna hija, pero todos me salieron chicos. Dong. Con esa voz grave que tienen, como si fueran campanadas. Esa voz que siempre asustaba a los otros niños. «Habéis salido a vuestro padre. Ese vozarrón os viene de familia», les decía la gente cuando eran niños, y ellos trataban de ocultarla y la hacían más aguda y hablaban poco. Dong. Cualquier cosa menos parecerse a su padre. Eso fue lo que mejor les enseñó mi difunta esposa: odiarme hasta el extremo, sin justificaciones racionales para su odio, un odio visceral, desmesurado, parricida. Dong. Como estas doce campanadas que ya están próximas a acabarse. Y con ellas se llevarán esta tradición absurda de reunirnos por Nochevieja y aparentar que somos una familia. Un padre y sus doce hijos, que me miran, que me observan, pero no me ven, porque lo que tratan de observar es si estoy más débil que la anterior ocasión o si chocheo. Porque lo único que esperan estos doce hijos es mi muerte. Dong. Y mi herencia, por supuesto. Una vasta suma de dinero y propiedades que partida en doce porciones sigue siendo apetitosa. Lo veo en sus ojos, mientras mastico las once uvas que ya me he metido en la boca y que se resisten a ser engullidas. Once uvas, como once puñaladas, que trago. Y me atraganto. Y respiro hondo pero no puedo. Y me agarro al mantel y busco auxilio en los doce ojos que me observan impertérritos. Doce ojos que me miran impacientes. Como doce puñales. Doce. Dong.
Fuente de la fotografía: y las uvas… de Laura Suárez.