Pensando en otras cosas, me ha venido a la mente una imagen de hace ya algún tiempo. Concretamente, de cuando aún era un crío imberbe, el más bajito de la clase, y estaba en primaria. Por aquel entonces, todos los finales de curso se repetía la misma rutina: lijar los pupitres.
Nuestras clases de primaria en el colegio guardaban un aire añejo que les daba un toque especial. Teníamos pupitres, de los de antes. Viejos pupitres de madera sin barnizar, con su hueco reservado para el tintero, su asiento plegable unido por las patas a la mesa, su cajón bajo la mesa donde esconder tus libros y tus tesoros infantiles. No recuerdo exactamente si los pupitres eran dobles o si los disponían en filas de dos, lo que sí tengo muy presentes es la sensación de vivir durante un curso pegado a un compañero, codo con codo.

Teníamos pupitres, de los de antes. Viejos pupitres de madera sin barnizar, con su hueco reservado para el tintero y su asiento plegable.
Aquellos viejos pupitres parecían de juguete. No puedo olvidar cómo, ya en bachillerato, nos gustaba visitar las clases de los pequeños y comprobar que era casi imposible encajar, entre el respaldo del asiento y la mesa, nuestros cuerpos ya crecidos. Resultaba gracioso pensar cómo pudimos entrar allí en algún momento.
Como decía, aquellos cursos de primaria siempre terminaban igual: lijando esos viejos pupitres, nuestros compañeros durante todo el curso. Recuerdo a las maestras trayendo lija. La repartían y nos daban la hora de clase para dejar aquellos pupitres relucientes. Las veo buscando alguna excusa para salir de clase durante aquella hora, para escapar de la nube de polvo que en apenas un par de minutos se instalaba en la clase.
Las maestras no eran las únicas que escapaban. También lo hacían, obligados por sus alergias al polvo, algunos compañeros y compañeras. Ellos eran los primeros en salir. Según entraban las lijas, a ellos se los llevaban fuera de clase y debían esperar hasta que las aulas se ventilaran bien y la nube de polvo se desvaneciera. Y esperaban fuera, mientras dentro el resto nos lo pasábamos pipa lijando nuestros pupitres y los de nuestros compañeros exiliados. No recuerdo si a ellos les haría gracia perderse aquel momento, pero siempre me los he imaginado maldiciendo a los ácaros del polvo por impedirles disfrutar de aquella actividad de clase. Porque lijar los pupitres era uno de los momentos más divertidos del curso. Era una actividad en grupo, una actividad propia de adultos, no una actividad de clase.
Lijar las mesas para acabar el curso. Parece simbólico. Usar la lija para limpiar las marcas que todo un curso había dejado sobre la madera: pequeñas chuletas, declaraciones eternas de amor o de amistad, chistes, diminutas obras de arte… En apenas una hora, todas desaparecían y dejaban el pupitre en blanco de nuevo para acoger, el septiembre siguiente, a un nuevo alumno.
En cierto modo, echo de menos aquellos momentos. La clase unida en una misma tarea: dar por cerrado un ciclo. Me imagino hoy, con mis clases de estudiantes, llegado el último día de curso, lijando las mesas. Cerrando un curso, limpiando los pupitres, abriendo un nuevo ciclo. ¿No estaría mal, verdad?
Fuente de las fotografías:
Hoy en el blog reflexiones sobre los cierres de ciclo: http://t.co/5FrFGm8FWd #educación Y mañana, sobre los pronombres.
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Estoy sorprendido de encontrar esta web. Quería daros las gracias por postear esta obra maestra. Sin duda he gozado cada pedacito de ella. Os te tengo agregados para ver más cosas nuevas de esta web .
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Gracias por tus palabras y perdón por el retraso en contestar. Llevo meses con problemas técnicos y no he sido consciente de que habías dejado un comentario hasta hoy. Me alegro de que te guste el blog. Un abrazo.
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